Publicado 28/11/2025 09:16

Los rohingyas, ante la continua amenaza de incendios e inundaciones en un mar de chabolas

Un hombre camina por uno de los campos de refugiados que conforman el gran asentamiento de rohingyas de Cox's Bazar, en Bangladesh.
Un hombre camina por uno de los campos de refugiados que conforman el gran asentamiento de rohingyas de Cox's Bazar, en Bangladesh. - MIRJA VOGEL

La población de los asentamientos de Cox's Bazar hace frente a una situación "crítica" en uno de los países más golpeados por el campo climático

COX'S BAZAR (BANGLADESH), 28 (De la enviada de Europa Press, Guiomar Quintana)

Bambú, acero y plástico. Con estos tres materiales, miles de rohingyas tratan de hacerse con un refugio digno en el mar de chabolas rudimentarias en el que se ha convertido el mayor complejo de asentamientos de refugiados del mundo, situado en el sureste de Bangladesh.

Desde allí, en un terreno que se convierte a menudo en una trampa mortal, hacen frente a las inclemencias del tiempo y a los continuos peligros que acechan, temporada tras temporada, en uno de los países más expuestos a los efectos del cambio climático.

Aproximadamente dos tercios de todo el territorio bangladeshí se encuentran por debajo del nivel del mar, lo que aumenta la vulnerabilidad de las comunidades rohingya y provoca, además, desplazamientos masivos a nivel interno. El aumento sin precedentes de las temperaturas, que superan en verano los 40 grados, contribuye a una situación que los expertos definen como "crítica".

La insuficiencia de materiales y el hacinamiento apenas dejan espacio a la supervivencia: en caso de que se produzca un ciclón o un deslave, las posibilidades de una tragedia son altas. Desplazarse hasta los centros e instalaciones provistos por las organizaciones humanitarias que trabajan en los campos se convierte a menudo en una odisea.

Los miedos se acumulan. "Tememos que haya un incendio. También deslizamientos de tierra. Si llueve mucho puede haber peligro porque vivimos en la parte alta del campo", advierte Jida, que teme otro gran incendio como el de 2021, cuando decenas de personas murieron engullidas por las llamas.

El escenario es desolador: los materiales, significativamente inflamables, distribuyen rápidamente el fuego, que deshace el plástico y acaba en cuestión de segundos con las endebles estructuras de las cabañas. La ignición es imbatible y apenas hay espacio para establecer cortafuegos entre los chamizos que se van consumiendo uno tras otro, como un castillo de naipes.

Para muchos, los campos "no son aptos" para la vida. Sumidos en la contradicción y aprisionados en tierra de nadie, lidian con la necesidad de contar con infraestructuras permanentes, una especie de lujo que nunca acaba por materializarse.

LA TRAMPA DE LA ESPERANZA

La temporalidad es la tónica de sus días, una idea atravesada por la imposibilidad de volver a casa. "Aquí hay muchas zonas grises y el Gobierno piensa en la repatriación. Aunque al principio teníamos incluso menos oportunidades porque se negaban a darnos educación, sigue habiendo muchas restricciones. No podemos construir con cemento", aclara una adolescente durante un encuentro en un centro de reuniones establecido en el campo 15.

Estos lugares --que no consiguen burlar a la precariedad-- se han convertido en una especie de templo, un rincón en el que debatir y repensar las limitaciones de las infraestructuras, siempre con la idea latente de regresar a Birmania y reanudar el camino.

Este resquicio de esperanza hace de la catástrofe rohingya una crisis única en el mundo. En los laberínticos callejones que conforman los campos, el pueblo rohingya parece girar sobre sí mismo en un terreno acostumbrado a ser frondoso antes de su llegada.

"No tenemos oportunidades. Hay demasiados peligros, que nos hacen tener miedo por las noches. Muchas tenemos ambiciones, pero si seguimos así no podemos seguir adelante. Siempre hay que mantener la alerta. Mantener la esperanza no tiene mucho sentido porque no hay futuro", recuerda una de las jóvenes del campo 13, que pide al mundo no ser olvidada.

El devenir del pueblo rohingya está ligado a la comunidad y el arraigo. Frente a la limpieza étnica a la que son sometidos en Birmania, todos reivindican un futuro común e indivisible, que pasa por integrarse.

"El último incendio en el que participé se produjo en diciembre. Ya no es tan difícil convencer a otras mujeres para que abandonen sus casas cuando hay un incendio. En Birmania esto no era un problema porque había mucho más espacio, pero allí no teníamos nada", asegura Sahan, una mujer de 28 años que trabaja como voluntaria del cuerpo de bomberos en el campo 10, donde lleva casi una década y participa en un proyecto de Acted, que cuenta con financiación de la UE.

Los incidentes en las chabolas son comunes, especialmente en invierno, cuando muchos tratan de entrar en calor. "Esto también me permite enseñar a mis propios hijos, decirles qué hacer si se prende fuego. Cómo actuar, qué no utilizar", explica, antes de aclarar que decidió ser voluntaria "porque las mujeres escuchan a las mujeres". "La comunidad está orgullosa de lo que hacemos, nos apoya, y ahora si hay un incendio ya no tengo miedo", continúa.

Junto a ella, su compañero Mohamed, de 26 años, afirma que si volviera a Birmania también sería bombero: "Con esto te sientes más seguro, pero tenemos pocos recursos en los campos, el acceso al agua no es suficiente. Nos entrenan varias veces al año y tenemos confianza a la hora de actuar, pero si el incendio es muy grande necesitamos refuerzos", asegura. "Nunca sentimos miedo cuando estamos trabajando", insiste.

"Los campos están muy saturados y es difícil moverse, pero pensé que con esto podría ayudar y contribuir a la comunidad. A veces es complicado convencer a la gente de la importancia de evacuar porque muchos temen quedarse sin nada", añade.

EL EMBATE DE LOS DESASTRES NATURALES

En los últimos siete años, la zona se ha visto azotada por numerosos ciclones, que descargan agua con furia, inundan el terreno, sepultan las infraestructuras y lo dejan todo colapsado, a la espera de la reconstrucción.

Esta situación se recrudece en algunas zonas y supone un grave riesgo para las personas con discapacidad, especialmente cuando todo se inunda de lodo por las lluvias monzónicas. Shobul Alam, de 33 años, ni siquiera puede hablar. Resultó gravemente herido cuando trabajaba en Malasia hace unos años, después de huir de Birmania.

Alam habla a través de su hermano Mohamed, de 25, que es también su principal apoyo. Sin su familia, no podría sobrevivir en los asentamientos, especialmente durante la época de precipitaciones. "Llegó hace cuatro meses. Tuvo un grave accidente de tráfico cuando trabajaba en Malasia, aunque ahora está recibiendo tratamiento", dice, antes de mostrar una extensa cicatriz que serpentea por una de sus piernas.

Le duele todo el cuerpo. A duras penas se desplaza apoyándose en un bastón. "No nos gusta vivir aquí, hay gente que nos amenaza. Nuestro hermano menor fue secuestrado durante un breve periodo de tiempo. Queríamos ir a otro campo, pero no podemos", advierte Mohamed, que explica que no pueden trasladarse a otras zonas porque Alam necesita recibir atención en el centro de rehabilitación del campo 24, que dirige la ONG Humanity & Inclusion.

"Aquí tiene la posibilidad de recibir tratamiento, especialmente para que no se le atrofien los músculos", remarca Mohamed, antes de hacer hincapié en aquello que les quita el sueño: la idea de permanecer en los campos para siempre. "Si Birmania es libre y podemos vivir en libertad y sin problemas de seguridad, queremos volver. Si fuera posible, querríamos vivir en otro sitio, queremos conseguir más tratamiento", destaca.

Preocupados por el futuro, la salud y la posibilidad de perder de nuevo lo poco que les queda, los refugiados permanecen alerta, a sabiendas de que atraviesan una situación frágil y volátil. Abandonados a los caprichos de los desastres naturales, la falta de recursos se traduce en una lucha continua por aferrarse al bambú y las lonas.

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